Gica Hagi, el lucero del alba

Año 1980, en las filas del Luceafarul de Bucarest, equipo que las autoridades comunistas crearon a finales de los setenta para foguear a las mejores promesas del fútbol rumano, un zurdito menudo desafía las leyes de la gravedad con la prodigiosa prestidigitación de su maravillosa pierna izquierda. No supera el metro sesenta pero destila grandeza por todos sus poros. Aquel joven sin duda es trashumante de la magia, cuya inspiración viaja en el carruaje de la genialidad, un pequeño príncipe y mendigo del pueblo ‘arumano’ que junto a los Popescu, Balint, Belodedici, Prunea y compañía ejerce como lucero del alba del fútbol rumano y de aquel equipo de promesas que creció bajo el dintel de la puerta de hierro del régimen comunista de Ceacescu.

Y bien digo príncipe y mendigo porque además de Rey y Maradona de los Cárpatos, fue un chico pobre de la cortina de hierro, por cuya sangre arumana corrió el misterio ancestral y mágico de un pueblo de origen dacio que sobrevivió durante 2000 años en las montañas de los Balcanes. A cuyas laderas encontramos sus ancestros familiares, en el pastoreo del rebaño, la trashumancia y costumbres que sus abuelos llevaron desde Macedonia a las orillas del mar negro, concretamente a la localidad de Sácele, comunidad del puerto de Constanza en la que se establecieron y en la que un 5 de febrero de 1965 nació el hondo y amargo, pero genial y expresivo talento de Georghe Hagi.

Pues Hagi fue de aquellos jugadores cuya concepción del fútbol jamás fue disidente del espectáculo y el arte, posiblemente por sus raíces aferradas a la desnudez de la tierra y al manto de estrellas que adoptaron como techo de sus sueños. Y bajo un manto de estrellas el lucero del alba comenzó a jugar con una vejiga de cerdo que le había inflado su abuelo, un objeto mágico de dudosa esfericidad que el pequeño Gica manejaba con la sutileza de la brisa y la precisión del relojero, una vejiga que fue pelota de trapo y crin de caballo hasta que su madre convirtió en balón en uno de sus cumpleaños. La familia Hagi se aferraba a sus costumbres pero la dura y estéril vida en el campo les obligó a abandonar el pueblo en 1973.

Así en la bella Constanza, junto al puerto donde Jasón aterrizó con los argonautas tras encontrar el vellocino de oro, creció educando y ordenándose en el arte de la magia de la pelota hasta que un nuevo vellocino fue descubierto en la pierna zurda del príncipe arumano. Ojeadores del Farul Constanza detectaron el talento potencial de aquel zurdito que quebraba cinturas por las calles del puerto lanzando rivales por la borda de su imaginación.

En 1978 ingresó en el Farul Constanza, donde sus sueños se desbordaban junto a un incipiente ego que le elevaba a los indómitos territorios del recuerdo, donde Iordanescu y Dimitru, los héroes del Steaua de Bucarest escribían sus páginas legendarias. En 1980 integró el conjunto de promesas del Luceafarul de Bucarest, donde permaneció durante dos años para luego regresar al Farul Constanza en 1982, año en el que hizo su debut a nivel profesional. En 1983 fue captado por Valentín Ceacescu (hijo del dictador) para proseguir su carrera en las filas del Sportul Studenţesc de Bucarest, en el que además de emprender la carrera de económicas, desplegó su enorme potencial de talento ofensivo. Cuatro goles anotados en un partido decisivo ante el Dinamo ejercieron como elemento acelerante de la combustión del talento. El Sportul logró un histórico segundo puesto y Hagi hizo 53 goles en 92 partidos. Fue máximo goleador del Campeonato rumano en 1985 y 86, firmando 20 y 31 goles respectivamente, pero sobre todo dejó instantes para la historia, recuerdos que permanecen como piedras preciosas en el arte de perdurar. Rumanía había descubierto a un nuevo ídolo, al que pronto identificó como ‘el Maradona de los Cárpatos’ pues su extraordinaria zurda, su zancada corta pero explosiva y su regate cósmico, hacían recordar y mucho al D10S de Villa Fiorito.

Sería en el invierno de 1987 cuando fue transferido-reclutado al militarizado Steaua de Bucarest, instrumento propagandístico de Ceacescu, que utilizó el fútbol para acercarse al pueblo. Y ese mismo pueblo le adoptó como figura icónica, como referente expresivo de un talento único que desplegó durante ocho años con los militares, con los que conquistó tres veces la liga rumana, dos veces la copa nacional y una Supercopa de Europa. La huella de sus 141 goles en 223 partidos no los podrá borrar ni la lluvia del olvido, pues aunque las aceras de los recuerdos permanezcan mojadas, las palabras quedaron mudas ante el torrente de su genial virtud.

Cayeron los muros, las cortinas de hierro y el propio Ceacescu, ciertos gestos reparadores en todos los ámbitos quitaron la «soga del cuello» a un pueblo sufrido que contempló la extinción de una época oscura tan solo iluminada por el brillo del ‘Príncipe arumano’, que permaneció. Aunque era reservado y la timidez perfilaba un porcentaje de su carácter, como todo genio la complejidad de su personalidad serpenteaba por el árbol de su ego, Gica se sabía el mejor y como tal el juego debía girar entorno a él. Era capaz de manejar el partido con suficiencia pero a su vez desaparecer entre la madeja verde de su anárquica condición. Quizás por ello su paso tanto por el Real Madrid como por el Barcelona quedó en acciones quirúrgicamente puntuales en las que dejó la impronta de su inagotable calidad. Quizás también le tocó vivir en ambos clubes la decadencia de dos ciclos legendarios, el de “La Quinta del Buitre” y el del “Dream Team”.

En Madrid y Barcelona fue uno más y posiblemente Gica necesitaba ser el lucero del alba, el punto lumínico de un nuevo día, de un club quizás de menor potencial y bajo mi punto de vista por esa razón brilló con tanta fuerza en el Brescia en segunda división, que de su zurda llegó a la Serie A y sobre todo en las filas del Galatasaray, club turco en el que gozaron del privilegio de volver a disfrutar con el ‘Maradona de los Cárpatos’.

La sensibilidad arumana que compuso su personalidad tanto dentro como fuera de los terrenos de juego constituyó el perfil de un futbolista genial que interpretaba el fútbol desde un concepto anárquico pero absolutamente artístico. Fatih Terim lo comprendió desde el primer instante y le dio las llaves del equipo y del vestuario, el resto lo hizo su calidad, aquella trashumancia de magia que le coronó como el nuevo rey del Ali Sami Yen.

Gica corona la cima de las montañas consiguiendo cuatro ligas de Turquía y la Copa de la UEFA de 1999/2000, título inédito para un fútbol que supo acoger el brillo lumínico de una estrella, que sintiendo cercana la llamada de los Balcanes brilló como lucero del alba. Con Hagi como estrella el Galatasaray logró batir al Real Madrid en la final de la Supercopa de Europa del año 2000. Llegó a Estambul y como Jason aterrizó con los argonautas Popescu y Mircea Lucescu, que recuperaron el vellocino de oro para el orgullo del Galatasaray.

El Galata jamás olvidará el brillo de lucero del alba pero los que le vimos jugar jamás borraremos de nuestros recuerdos su estelar desempeño con su selección, especialmente en el Mundial de USA 1994, cuando un zurdazo inmortal entró para siempre en la historia de los mundiales. Legendaria su actuación ante Colombia, un Hagi con todas las luces encendidas dio una clase magistral de fútbol. Dio inicio a un magistral contra ataque que culminó Radiociou, luego un zapatazo lejano desde la izquierda sorprendió a Córdoba, y puso marco incomparable a uno de los goles más bellos del Campeonato. Luego ante Argentina el Rose Bowl de Pasadena fue testigo de su telepático entendimiento con Dumitrescu en los que fueron el segundo y tercer gol de Rumanía. Hagi dejó su impronta en aquel Mundial, pero apuntó su brillo hasta en tres Campeonatos Mundiales.

En 1998 llegó a la conclusión de que había llegado la hora del fin de la función con su selección, como por arte de magia Gica lo dejó, el conejo regresó a la chistera de su pierna izquierda, pero aquella era una retirada momentánea. Con motivo del decisivo choque de clasificación para la Euro de Holanda y Bélgica 2000, ante Hungría, eterna bestia negra, el célebre y casposo Adrian Paunescu, estrella rumana de la televisión que mantuvo su lealtad al antiguo régimen y conocedor del carácter de Gica, le preparó una trampa en forma de referéndum televisivo nacional para que regresara a la selección.

Medio país se volcó con su regreso y los halagos alimentaron a un ego henchido de emoción que un cinco de junio explosionó una vez más ante 25.000 personas en el estadio de Ghencea. El lucero del alba, aquel pequeñito zurdo del Luceafarul de Bucarest se sacó de la chistera tres pases de gol y desquició a los húngaros, Gica regresó a aquellas tardes en las que tiraba por la borda de su imaginación la cintura quebrada de sus adversarios en las calles del puerto de la bella Constanza. No pudieron con él y solo una cornada del fútbol le dejó fuera del partido y con el hombro dislocado. Rumanía había saldado cuentas y Hagi regresó de la oscuridad para volver a ser lucero y salir a hombros con un fútbol de cante hondo.

Aquel que siguió desplegando hasta el año 2001, cuando a la edad de 36 años, el príncipe arumano, que ya era rey, volvió a vestir con ropas de mendigo para colgar sus luminosos ropajes de excelso jugador en la ladera de una montaña, bajo un manto de estrellas y a las orillas del Mar Negro, donde la trashumancia de un mago, pastoreó el rebaño sagrado de la inspiración. De un número diez, que hoy en su Masía particular, en la Academia de fútbol que fundó en su amada Constanza, busca ávidamente la aparición estelar de un nuevo lucero del alba.

Mariano Jesús Camacho

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